Jorge

Jorge tiene poco tiempo. Debe actuar de forma meticulosa y planificada para no errar. Lo ha hecho antes pero siempre le genera la misma sensación.

Es el momento.

Se agacha. El molinete apenas le roza la cabeza. Escucha a un guardia que le grita. Ya estoy dentro, piensa. Corre, se escabulle entre la gente. Suena un silbato, corre más rápido. Las vías retumban. Voy a llegar, grita en silencio. Salta, siente las dos puertas cerrarse detrás suyo.

Respira aliviado, medio trabajo hecho. Ahora hay que elegir con astucia. La chica distraída que lee, la señora del bastón con la cartera abierta, el pelado con auriculares. Jorge se posiciona, está a mitad de camino, falta poco para la próxima estación. La suya.

Toma aire, se disculpa ante un dios abandónico y se libra a la suerte. Una voz anuncia la estación Lugano. Mete la mano en la cartera de la señora. Del bolsillo del pelado saca unas monedas. Las puertas se abren. Baja, mira dentro. Segundos antes de que se cierren, manotea la cartera de la chica. Los gritos se alejan con el tren. Jorge corre. Se para al lado de una señora que habla por celular y finge que camina a su lado. Nadie lo nota. El peligro se esfuma. Pasa por debajo del molinete. Un guardia grita, Jorge corre. Tropieza, cae aferrado a sus nuevas pertenencias. Lo pisan, lo empujan. Tirado, como si no existiera.

Se pone de pie. Camina rápido hasta esconderse en la plaza. Sentado en un banco, cuenta la ganancia del día. Cuarenta pesos, un cepillo de pelo, un lápiz de labio casi vacío, un espejo. Sonríe. Hoy llevará regalos para las mujeres de la familia.

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