La veo sentada entre medio del amarillo y rojo. Vestida de negro, el café se le escurre por las comisuras. Una mano tiembla, la otra inmóvil. Su cuerpo está doblado en forma de s. Mira atentamente a todos los que se encuentran allí. No es recíproco. Invisible, abandonada por mí y por todos los que pertenecemos (¿a qué?). El local cierra y ella se aferra de las sillas para no caerse. Llega a la puerta, no puede abrirla. La gente indiferente. Yo permanezco inmóvil, queriendo ayudarla sin hacer nada. Como si con la empatía bastara.
Autor: Mercedes Marcer
Jorge
Jorge tiene poco tiempo. Debe actuar de forma meticulosa y planificada para no errar. Lo ha hecho antes pero siempre le genera la misma sensación.
Es el momento.
Se agacha. El molinete apenas le roza la cabeza. Escucha a un guardia que le grita. Ya estoy dentro, piensa. Corre, se escabulle entre la gente. Suena un silbato, corre más rápido. Las vías retumban. Voy a llegar, grita en silencio. Salta, siente las dos puertas cerrarse detrás suyo.
Respira aliviado, medio trabajo hecho. Ahora hay que elegir con astucia. La chica distraída que lee, la señora del bastón con la cartera abierta, el pelado con auriculares. Jorge se posiciona, está a mitad de camino, falta poco para la próxima estación. La suya.
Toma aire, se disculpa ante un dios abandónico y se libra a la suerte. Una voz anuncia la estación Lugano. Mete la mano en la cartera de la señora. Del bolsillo del pelado saca unas monedas. Las puertas se abren. Baja, mira dentro. Segundos antes de que se cierren, manotea la cartera de la chica. Los gritos se alejan con el tren. Jorge corre. Se para al lado de una señora que habla por celular y finge que camina a su lado. Nadie lo nota. El peligro se esfuma. Pasa por debajo del molinete. Un guardia grita, Jorge corre. Tropieza, cae aferrado a sus nuevas pertenencias. Lo pisan, lo empujan. Tirado, como si no existiera.
Se pone de pie. Camina rápido hasta esconderse en la plaza. Sentado en un banco, cuenta la ganancia del día. Cuarenta pesos, un cepillo de pelo, un lápiz de labio casi vacío, un espejo. Sonríe. Hoy llevará regalos para las mujeres de la familia.
Sentada en el colectivo, soy la única que percibe. El olor distinto, los gritos sordos. Solo yo miro, con mi cabeza apoyada en la ventana, al perro desnutrido. Ladra dolor entre pasos apurados y grises que lo esquivan. Cae lluvia invisible. Ensucia las baldosas, la gente apagada. Hay árboles que intentan irrumpir la abulia de la multitud con sus ramas verdes y sus frutos. Tratan de comunicar algo, solo yo los escucho. A mí alrededor, las cabezas inclinadas sobre pantallas que absorben y los dedos acalambrados. Estoy sola. Viva en un mundo muerto.